Un fulano que nació para quedar en la historia
Montería no es precisamente una ciudad conocida por poseer grandes escenarios, ni con una gran trayectoria en la diversidad de espectáculos, especialmente teatrales. Muy a pesar, de que en el siglo pasado se llegó a contar unos nueve teatros, en los que se proyectaban películas, se hicieron recitales, acudieron tenores, fungieron como salas de baile, e incluso peleas de gallos. El primero de ellos fue el Teatro Roxy, también conocido luego como Teatro Montería, en 1913, el cual estaba ubicado en la calle 29 con carrera cuarta. A partir de ahí, aparecieron otros muy recordados como el Circo Teatro Variedades, Teatro Córdoba, Teatro Nariño, entre otros.
Pero con el pasar de los años, estos espacios fracasaron y se enfrentaron al cierre. De hecho, durante un largo periodo de tiempo, en Montería no hubo ninguna sala de cine. Y si el cine no era importante, mucho menos el teatro.
En pocas ocasiones a Montería llegaban espectáculos de compañías actorales, diferentes a los cirqueros, que despertaran el interés de la ciudadanía. Recuerdo que, en una ocasión, al Coliseo Happy Lora lo convirtieron en una sala de teatro y presentaron una puesta en escena de la serie televisiva Hombres de Honor, que era transmitida por el Canal Uno -que también se llamó Canal A-. Es de los pocos recuerdos que tengo de haber visto obras de teatro en Montería en mi niñez. O tal vez la única.
A pesar de esa poca oferta de teatro en la ciudad, lo que, por ende, tampoco generó formación de público para ello, hoy tenemos grandes gestores que promueven y aman el teatro; que están generando espacios, formando público y formando actores, con producciones originales y de calidad.
Cuando estaba en la universidad estudiando mi pregrado, por allá en el 2012, tuve la fortuna de conocer a uno de los maestros de teatro que han dedicado su vida a este arte y a generar estos espacios en la ciudad. Conocí a un fulano de tal que llegó a la universidad a revolucionar los espacios, con ideas frescas y nuevas para el grupo de teatro y que le impartía un aire distinto y un toque especial a cada actividad y evento que la oficina de bienestar organizaba.
Ese fulano, como se hace llamar en redes sociales, es Franklin Fernando Fernández Triviño –hasta su nombre es un poco teatral-, descendiente del recordado fotógrafo Julio Triviño, maestro de teatro, oriundo Montería y criado en el campo, que desde que nació vive para contar historias, para actuar y crear mundos y personajes.
Tener una simple conversación con Franklin es toda una experiencia artística. Sus expresiones, su saludo particular (¡Hola, gallo!), y su tono de voz, que evoca perfectamente a un protagonista de una radionovela, dan cuenta inmediata y palpable de que el teatro y el arte viven en él.
Al preguntarle cuándo empezó a actuar, dice que desde que nació, porque es un convencido de que el artista nace y él nació siendo actor. Recuerda que cuando tenía seis años se le atravesó a un camión de gaseosas, con una toalla amarrada al cuello, diciendo que era Superman ¡imagino la madreada del conductor y el susto de la madre! Y así, un sinfín de aventuras que, desde su niñez, relaciona con el teatro, siendo el más necio y saltarín de siete hermanos. «Yo hoy anoto eso; el construir poesía, en este caso con la teatralidad universal, va viniendo, nace, crece, se reproduce y queda para la historia. Yo nací para quedar en la historia. Yo me declaro ese poeta empedernido que ha descifrado todo su existir sobre las tablas, en este caso, sobre la teatralidad»; dice con seguridad y apropiación este fulano.
Y precisamente, desde que hace algunos años nos encontramos en redes sociales, siempre me causó curiosidad eso del Fulano de Tal, a lo que con mucha gracia me explicó que siempre se ha declarado, tan, pero tan importante, que es un hombre sin importancia: “Yo siempre he pensado que el menos, es más, y he visto que los fulanos de tal son más populares que cualquier otro que tenga popularidad normal por cualquier oficio. Siempre lo chulean o mencionan por cualquier cosa. Es muy común escuchar a la gente decir: eso fue un fulano. Por eso, por como se utiliza en el argot popular siempre me gustó, me parece pegajoso y me hace ver sin importancia, porque -repito- el menos, es más. No sé si estará bien dicho, pero así lo siento”. Y yo creo que, si él lo siente así, es más válido que cualquier otra verdad.
Volviendo a sus inicios en el teatro, en el municipio de la Unión Sucre -donde vivió parte de su niñez y de su juventud-, fue donde empezó a tener los primeros encuentros con el teatro de manera formal; en sus propias palabras: se empezó a encontrar con los amigos que no se olvidan, con el primer beso de la niña bonita a la que le escribió cartas; en el colegio, participando en obras y dirigiendo grupos a pesar de su corta edad. En ese desarrollo de cosas, nutriendo sus vivencias, se dio cuenta que era actor: luego de vivir y hacer muchas cosas es que se deja llamar actor. Pero no era por vergüenza o desconocimiento, sino por lo difícil de identificarse en sociedad como actor.
Luego, gracias a una beca, se trasladó a Bogotá para estudiar actuación y dirección, donde combinó sus estudios con trabajos diversos para mantenerse. Desde albañil, hasta mimo callejero, el Fulano se tuvo que ingeniar la forma de poder sobrevivir mientras cumplía sus sueños, como a la gran mayoría de colombianos nos ha tocado en esta vida.
Pero esas no son las únicas vicisitudes a las que Franklin se ha enfrentado -y se sigue enfrentando- por el teatro y el arte. Otro desafío importante es la falta de reconocimiento del teatro como profesión, sumado a la dificultad para darle un valor económico a su trabajo. ¿Cuánto cobrar por actuar? O si quizás el público, o quienes lo contratan, sí quieran o estén dispuestos a pagar lo que realmente su arte vale. Por eso, vivir de esto realmente es un acto de valientes.
Y es que, precisamente esta situación, puede ser el resultado de esa falta de formación de público en la ciudad. Por eso, con Franklin coincidimos en la importancia de llevar el teatro a las comunidades, a los barrios, a la zona rural; fomentar en los niños el aprecio por el teatro. Por eso él resalta la importancia de incluir maestros de teatro y artistas en la planta de las Instituciones Educativas, con el fin de enriquecer la formación cultural de los estudiantes. Es esta también una manera de preservar el patrimonio cultural, la tradición oral y cultural de nuestro departamento y que esas nuevas generaciones aprendan a valorarlo y amarlo.
Es aquí entonces donde nos preguntamos, ¿Qué sería del humano sin el arte? ¿Qué sería de nosotros sin los artistas? ¿Qué sería de nuestra identidad sin la cultura? No tendríamos herencia, no tendríamos historia, no tendría raíces ni alma.
Gracias a Franklin y a todos aquellos gestores culturares, artistas y maestros que luchan día a día por darle vida a la vida, por crear identidad, por dejar un legado y una herencia para nuestros pueblos y generaciones.
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